Francis Rueda (Caracas, 1949) es una de las actrices más representativas de nuestro teatro. Empezó su carrera siendo aún una adolescente, y hoy, con cuarenta y dos años dedicados por entero al escenario demuestra una admirable dedicación que se niega a ralentizar. Antes bien, cuando cualquier mortal podría sugerir que después de toda una vida ofrendada a la profesión, pueden llegar los aires del cansancio, los anhelos de una retirada tranquila y reconfortante, esta intérprete alza su voz y pone de manifiesto su incansable amor por las tablas y, como no podría ser de otra manera, lo hace sobre las tablas, con el espectáculo “Encuentro con Francis Rueda”, estrenado en el 2007 y que este fin de semana pasado, realizó una nueva temporada, esta vez en el Teatro Nacional.
Es un unipersonal, pero en él toman vida ocho mujeres, ocho personajes del teatro universal que encontraron piel y alma en el talento de esta caraqueña, que con firmeza se apodera de un escenario casi vacío en elementos pero pletórico de sustancia interpretativa. La puesta en escena, creada por el recientemente desaparecido director Gilberto Pinto, quién fuera también compañero de vida de Francis por más de treinta años, apostó, sin equivocarse, a dejar sobre los hombros de la actriz el discurrir del espectáculo, sin mayor artilugio que el desdoblamiento personaje tras personaje. Así, van tomando cuerpo ocho féminas, habitantes de distintas épocas, nacidas de distintas dramaturgias, representantes de distintos mundos.
Lucrecia, de la pieza homónima de Gilberto Pinto, la prostituta Greta Garbo de “Oficina N° 1” de Miguel Otero Silva, Laurencia de “Fuenteovejuna” de Lope de Vega; Ramona de “El Rompimiento” de Rafael Guinand, “Medea” de Eurípides; Clitemnestra; Clov de “Final de partida” de Samuel Beckett; la Rompefuegos de “Lo que dejó la tempestad” de César Rengifo; elegidas de las más de cien interpretaciones de la actriz, son un mínimo, pero logrado inventario que durante casi una hora vivifica la escena.
Un baúl, algunos pares de zapatos, una bata, una falda, un tocado, y otros precisos elementos usados a conciencia dan una probada de teatro puro, interpretativo; en un abanico que se desplaza por aires tan extensos como el sainete, el realismo, el siglo de oro español, el teatro del absurdo o la tragedia griega.
La triple dimensión artística-pedagógica-personal de la propuesta se cierra con intervenciones de la actriz entre cuadro y cuadro, hablando de lo que es el oficio del histrión, dejando al descubierto las características de la profesión, sus altos, sus bajos, sus sacrificios, sus glorias. Al cierre, su firme manifiesto de “jamás abandonar las tablas mientras le queden fuerzas para cumplir con sus agotadoras exigencias”. ¡Ejemplo a seguir, generaciones actuales!
Columna publicada el 27/03/2012 en el diario El Nuevo País